Son las 7 de la mañana y mi madre acaba de entrar a mi habitación para despertarme. Lo primero que pienso es que menos mal que anoche no hicimos mucho ruido en La Quinta al final, porque las 7 no son horas. Lo segundo que pienso es «joder, la de Ana y los 7 estaba allí; qué cojones estará haciendo la zagala esta en Bullas en Semana Santa».
La túnica está doblada en el respaldo de la silla del comedor, con las calcetas blancas y el pañuelo. Debajo de la silla, las zapatillas a juego con la túnica. Este año tenemos suerte, va a hacer buen tiempo pero sin un calor asfixiante, así que debajo de la túnica me pongo un pantalón y una camiseta de manga corta, porque el Camino Real a mediodía se acabará pegando. Me lleno el buche de caramelos, algunas estampas y un manojo de habas; esto último ya por manía personal.
Esta mañana de Viernes Santo salgo cargado.
Cada persona en este pueblo tiene su procesión favorita, muy probablemente por alguna historia personal, por alguna imagen que identifique con algún familiar o algún momento especial de su vida, o simplemente por estética. Según a quién preguntes, te dirá una u otra procesión, pero en lo que todos coincidirían es que, sea su favorita o no, la procesión Viernes Santo por la mañana tiene algo especial.
Está amaneciendo y salgo andando para la cofradía. Aunque vayamos a pasar de los 20 grados a mitad del día, vivir en Bullas te asegura 355 amaneceres al año en los que refresca bastante.
Llego a la cofradía en 5 minutos. Me gusta el ambiente que hay de hermandad entre músicos, hermanos mayores, nazarenos, y anderos. Parece el bajo de una peña, pero más grande y con un sentimiento de unión por algo superior (más que por la religión, diría que por la tradición de un pueblo, que pasa de generación en generación). También me gusta que no son ni las 8 y la mayoría de los que me rodean ya llevan un bote de cerveza en la mano. Y yo no voy a ser menos.
Entro donde están las cámaras frigoríficas y uno de los cofrades, al que han puesto de improvisado camarero me saca con todo el gusto del mundo un bote verde de SKOL y me ofrece un bocadillo. Hoy es Viernes Santo, así que o de filetes de caballa o de ensaladilla. El embutido ya para el viernes que viene.
Disfruto del desayuno de los campeones y después de 10 minutos nos preparamos para sacar los tronos y subirlos a La Plaza. Lo primero es ajustar el regulador que hemos puesto este año, para que el peso se distribuya entre todos a partes iguales y que ningún andero vaya colgándose del anda. Lo segundo, mear. Una vez reguladas el anda y la vejiga, podemos salir para La Plaza.
Tenemos suerte de tener una banda de la cofradía, porque la otra opción para llevar el trono a La Plaza sin perder el paso habría sido llevar sólo un tambor detrás. Con la banda vamos más entretenidos.
En menos de 10 minutos aparcamos el trono en La Plaza hasta que nos toque salir en la procesión. Nos falta un rato largo para eso, así que el siguiente paso está claro:
Todos al Muelas.
El bar del Muelas en Semana Santa es lo más parecido a la cantina de Star Wars que se puede encontrar en este planeta.
En el bar ya no cabe un alfiler. Hay túnicas de todos los colores, unos legionarios con la barba de Dumbledore (uno de ellos con una serpiente tatuada en la cabeza), que vociferan y beben copas de revuelto como auténticos cosacos, músicos de todas las agrupaciones, instrumentos agolpados en una esquina de la barra, varas con el capirote de nazareno empalado como la cabeza de Ned Stark apoyados en las paredes… y brillando por encima de todo este ruido está el Salvador, no confundir con Jesucristo, sino el Salvador el Muelas, que a sus más de 80 años domina la barra de esquina a esquina, escudado por sus camareros de confianza.
Entre tanto ruido, y saludando a unas 10 personas por minuto, sólo acierto a pedirme un tercio y dejar un euro en la barra con la esperanza de que algún camarero lo vea y entienda que fui yo el que lo puso ahí a cambio del tercio.
Mantener una conversación también es difícil y sólo consigo oír frases sueltas de los camareros, músicos y anderos.
«Más cosas, que la plancha está pará » vocifera el Salvador en cuanto le dejan un respiro de no más de 5 segundos.
«Tendría que haber una Semana Santa cada 15 días» se le oye al otro extremo de la barra decir al Añín, frotándose las manos mientras le abre un tercio a un andero.
«Con los negros vamos esta mañana, no nos recogemos hoy ni a las 3» dice un músico, consciente de que está a 6 tercios más de tocar su primera nota esa mañana.
Mi trono sale en breves. Un compañero de anda acaba de entrar a avisarnos. Ya ha terminado de pasar el séquito de nazarenos sin capirote y con la cruz negra que llevan Los Moraos. Cada año son más, y más descalzos. Seguro que mi tía va este año también, luego le preguntaré. Pero voy a formar porque pronto salimos nosotros.
Ya estamos todos en el trono. Cada uno en su anda, regulados, meados una vez más, listos para salir. En los últimos años se han puesto muy serios en la cofradía para que esto parezca algo serio, y más el viernes. Ni gafas de sol, ni beber litros durante la procesión (ni siquiera tirando del viejo truco de abrirnos uno en la calle de las Cuatro Esquinas) y mantener siempre la compostura, evitando apedreos con los caramelos y salirnos del trono a tertuliar con amigos y familiares.
Con esa premisa arrancamos, con la banda de la cofradía secundándonos. Salen fuertes, con La Saeta. «Se van a partir el morro como toquen así toda la procesión», pienso; pero aguantan.
Desandamos el camino andado esta mañana temprano por la Avenida de Murcia y todo fluye en el trono. Voy justo en el anda que golpea el cabo para parar y arrancar durante la procesión, y de vez en cuando, las hostias que le pega a la madera hacen que ese golpe seco me retumbe en el tímpano. Esa es mi penitencia este año. Podría ser peor, podríamos tener una campanilla.
Esta mañana la procesión es la más corta: en la calle Santiago (para mí, la de la tienda de mi abuela), giramos a la izquierda para bajar por la Calle los Hornos y nos quitamos el tramo de entrar al Camino Real por la Placeta del Pingón. Está cayendo el sol a plomo y lo agradecemos.
Después de dos horas de procesión, aquí seguimos, duros como soldados. El vínculo que tenemos con los de nuestro anda y los de al lado ya es mayor que el que nos une a nuestras familias. Me acuerdo del tópico que decían siempre los concursantes de Gran Hermano de que ahí dentro todo se magnifica. Tendrían que cargarse un trono en Bullas y comparar. Si siguen metiendo así el hombro, mis compañeros de la derecha y la izquierda tienen un cubata pagado esta tarde en el Polígono.
En menos de una hora, recorremos el Camino Real y la Tercia. A la altura de la Librería el Cuadernillo, la calle parece estrecharse. Los vecinos que han salido a ver recogerse la procesión, junto a los nazarenos y músicos que ya han terminado estrechan el camino y dan una sensación parecida al público que en el Tour de Francia estrecha el camino y jalea a los ciclistas que suben el Tourmalet. Aquí por supuesto, nadie jalea, pero en tu cabeza, esta película te lleva a cubrir los últimos metros de la procesión con esa sensación de euforia contenida.
En la puerta de la Iglesia, la banda toca el himno de España mientras subimos el trono escalones arriba para dejarlo dentro. Una vez colocado el trono, los anderos nos abrazamos y nos felicitamos como si fuésemos soldados después de haber ganado la guerra. Vamos a la cofradía: un tercio para celebrarlo y ya veremos después qué giro tomamos.
Son las 2 de la tarde. En Bullas se habla mucho del Domingo de Resurrección, pero la tarde del Viernes Santo, con menos fama puede ser incluso más peligrosa. Viendo la procesión, he visto a muchos de los de mi edad que iban con americana y camisa. Verás tú la traca esta tarde en el Polígono. Y no me puedo venir muy arriba, que esta noche toco con la banda en la procesión. Se va a complicar la cosa un poco de más.
Pero ahora mismo lo primero es lo primero: que nadie me salude esta tarde con una palmada en el hombro.
Continuará…